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Un (mal) día común

Por la noche, llegas cansado de un día complicado en el trabajo y descubres que no vas a poder mandar un documento importante que habías prometido a tu jefe, porque se cortó la luz en casa.

Frustrado, te enojas y pasas toda la cena gritándole a tus hijos porque no dejan de usar el celular. Antes de irte a dormir, notas que te duele el estómago y tomas un antiácido para calmar la gastritis.

La mañana siguiente, decides salir más temprano para el trabajo. Les pides disculpas a tus hijos y les prometes que por la noche verán juntos el partido. Te prometes a ti mismo no estar más enojado y sales de casa convencido de que teniendo actitudes positivas, vas a tener un día más fácil.

Manejando al trabajo, al ponerse el semáforo en verde, un taxi se cruza en tu camino para recoger a un pasajero y comienza a pelearse con otro taxista que intentaba hacer lo mismo. El tiempo pasa y las bocinas se multiplican en tus oídos. Decides arriesgarte y raspando las llantas contra la vereda logras esquivar el embotellamiento.

A una cuadra de la oficina, una manifestación te impide llegar al estacionamiento y terminas llegando con media hora de retraso. Tu jefe, al recibirte, te reclama el documento no recibido la noche anterior y te recrimina por ser negligente al no haberlo hecho. Estás a punto de decirle algo, pero recuerdas tu promesa y permaneces callado. Te sientas en tu escritorio dispuesto a trabajar y enviar el documento, cuando descubres que está caído el sistema.

Finalmente logras enviar el documento cerca de las 14 horas, y te estás muriendo de hambre. Por la manifestación, el lugar donde siempre comes está cerrado y los que están abiertos tienen mucha gente esperando. Decides comer un sándwich y volver al trabajo.

Durante la tarde, otros problemas se suman a los de la mañana, sin embargo, sigues aguantando tu irritación con el firme recuerdo de la promesa realizada por la mañana.
Sales del trabajo, y camino a casa quedas embotellado en el tránsito, porque todos quieren llegar temprano para ver el partido. Las bocinas son una pesadilla, pero todavía te mantienes tranquilo, bajo control.

En casa, luego de subir 10 pisos por escalera, porque el ascensor no funcionaba o porque alguien lo había dejado abierto en el subsuelo, a la hora de cenar, permaneces callado. Tu estómago vacío arde, pero permaneces con la actitud positiva hasta que todos se sientan en el sillón. Agarras la última cerveza que quedaba y la colocas en la mesa ratona frente al sillón, preparándote para ver el partido con tus hijos.
Tu perro viene a saludarte y sin querer derriba la cerveza. No puedes creer lo que está pasando y en una actitud intempestiva explotas de rabia. ¡¿Quien dejó que entre el perro?! Gritas, te exasperas y buscas un culpable. Y Te pasas el resto de la noche acusando a todo el mundo de irresponsabilidad. Te enojas tanto que la victoria de tu equipo ya no te importa.

Antes de irte a dormir, nuevamente notas que te duele el estómago y vuelves a tomar un antiácido, prometiéndote a la vez, que mañana, será un día diferente.

Así, van pasándose los días y al final de cada uno de ellos, terminas siempre explotando por algo, irritándote, frustrándote. Y quedando cada vez más enojado por no conseguir controlar estas emociones, entrando en una interminable espiral de emociones negativas.

Te sientes preso, víctima de tus emociones.

Frente a las pequeñas frustraciones de cada día, nuestra voluntad va debilitándose cada vez más y por la noche, ya estresados y con la mente intoxicada, no pensamos de manera razonable. El estrés nos hace ver las cosas bajo emociones negativas. Las emociones negativas nos hacen sentir amenazados y cuando nos sentimos amenazados reaccionamos de forma automática.

Estas emociones negativas actúan como se fueran cortinas que descienden sobre nuestros ojos, Interpretamos las situaciones de nuestra vida mirando a través de esas cortinas. Hacemos asociaciones emocionales partiendo de esos sentimientos que están frente a nuestros ojos, sin que lo percibamos. Y de esa forma seguimos nuestra vida, guiados por nuestras emociones inconscientes. Intoxicando nuestros cerebros y perjudicándonos cada vez más, sin lograr los cambios que tanto nos gustaría lograr.

¿Cuál es entonces la fórmula para cambiar? El Autoconocimiento! Conociendo nuestros patrones emocionales negativos y cómo reaccionamos a las situaciones es cómo podemos atacarlos para hacer el cambio que tanto queremos.

Con cariño,

Vera Calvet

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