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Yo en el lugar del otro

Dicen que la verdad es relativa, pues depende del punto de vista de cada uno.

Cada uno de nosotros percibe el mundo de forma distinta. Filtramos las informaciones según nuestra conciencia y nuestra capacidad de entendimiento. Esa percepción única nos lleva a creer que nuestra forma de ver las cosas nos permite ser “amos de la razón”, “dueños de la verdad”.

Muchas veces juzgamos como si fuésemos dioses, creyendo que el otro debería ser esto o aquello. Que el otro podría ser mejor en eso o hacer un esfuerzo en lo otro. Que el otro podría aprovechar mejor de alguna forma o respetar fulano. El otro podría no ser tan malo o egoísta.

Esa mirada tan viciada en cuanto a “cómo el otro debería ser” nos quita la atención de lo más importante en nuestra vida: nuestro Yo. ¿Será que nuestro Yo está haciendo aquello que debería? ¿Será que nuestro Yo podría ser mejor en eso o hacer un esfuerzo para aquello? ¿Será que nuestro yo podría aprovechar mejor de esa forma o respetar al fulano? ¿Será que nuestro Yo es tan bondadoso como pensamos? ¿Será tan altruista como nos gustaría? ¿Será tan perfecto que se permite juzgar, condenar y determinar cómo el otro debe actuar?

Infelizmente, todos fuimos enseñados a mirar hacia afuera. A compararnos con los demás, a criticar su forma, porque es más fácil criticar que hacer. No existe en nosotros paciencia, empatía, aceptación. Queremos controlar todo y a todos para que de esa forma el mundo sea tal cual lo imaginamos y que de esta forma nuestra vida sea perfecta.

¿Sería tan “maravilloso” si todos hicieran exactamente lo que esperamos? ¿Que todos concordaran con nuestra manera de pensar? Qué mundo aburrido sería ese: sin expectativas, ni sorpresas, ni aprendizajes.

Tenemos la costumbre de juzgar al otro sin conocer su historia, sin saber qué hay detrás de su forma de comportarse. Sin entender que aquel que nos causa dolor, seguramente también sufre. Sin tener todas las informaciones sobre aquella persona o lo que la llevó a determinada situación. Juzgamos en base a una parte de sus actos, con la certeza de que esa parte representa el todo y también la verdad absoluta e irrefutable.

Hay una historia que ilustra bien esto: LOS CIEGOS Y EL ELEFANTE “En la antigüedad vivían seis hombres ciegos que pasaban las horas compitiendo entre ellos para saber cuál de ellos era el más sabio. Un día, discutiendo acerca de la forma exacta de un elefante, no conseguían ponerse de acuerdo. Como ninguno de ellos había tocado nunca uno, decidieron salir al día siguiente en busca de un ejemplar para despejar completamente sus dudas. Puestos en fila y con las manos en los hombros de quien les precedía, emprendieron la marcha caminando por el sendero que los conduciría a la selva. Pronto se dieron cuenta de que estaban al lado de un gran elefante. Muy entusiasmados, los seis sabios se felicitaron mutuamente por su suerte. El más decidido se abalanzó sobre el elefante, con la ilusión de poder tocarlo. Sin embargo, el apuro lo hizo tropezar y caer de bruces contra el costado del animal. “¡El elefante -exclamó- es como una pared de barro secada al sol!”. El segundo avanzó con más precaución. Con las manos extendidas dio contra los colmillos del animal. “¡Sin duda la forma de este animal es como la de una lanza!”. Entonces el tercer ciego avanzó justo cuando el elefante se dirigía hacia él. El ciego agarró la trompa y la examinó de arriba a abajo, notando su forma y su movimiento. “Este elefante es como una gran serpiente”. El cuarto sabio se acercó por detrás y recibió un golpe suave de la cola del animal, que se movía para espantar los insectos. El sabio agarró la cola y la siguió con sus manos. Sin dudarlo dijo: “es igual a una cuerda vieja”. El quinto sabio se encontró con la oreja y dijo: “Ninguno de vosotros ha acertado en su forma. El elefante es más bien como un gran abanico plano”. El sexto sabio que era el más viejo se dirigió hacia el animal con lentitud, encorvado, apoyándose en un bastón. De tan doblado que estaba por la edad, pasó por debajo de la barriga del elefante y tropezó con una de sus gruesas patas. “¡Escuchad! Lo estoy tocando ahora mismo y os aseguro que el elefante tiene la misma forma que el tronco de una gran palmera”. Satisfecha así su curiosidad, volvieron a darse las manos y tomaron otra vez la senda que los conducía a su casa. Sentados de nuevo bajo la palmera que les ofrecía sombra, retomaron la discusión sobre la verdadera forma del elefante. Todos habían experimentado por ellos mismos cuál era la forma verdadera y creían que los demás estaban equivocados.”

Así nos comportamos en la vida y con nuestras relaciones. Siempre insatisfechos con el comportamiento de los demás y muchas veces intolerantes ante la incapacidad de mejora del otro según nuestras expectativas.

Necesitamos entender que la verdad es relativa, que depende de una óptica personal, que conocemos apenas una parte de la historia de cada uno. Es muy necesario que desarrollemos la capacidad de ver al otro como realmente es. Necesitamos bajar del pedestal de la razón y la verdad y ser más piadosos, empáticos, compasivos e indulgentes.

Todos tenemos historias que cargamos y por eso es tan importante aceptar al otro como es. Ver que también el otro tiene sus batallas, que también puede caer y no siempre podrá levantarse sólo. Tener compasión no es tener pena: es comprender el problema del otro sin juzgarlo, es tener empatía con el dolor ajeno. Es poner el Yo en lugar del otro con las lentes del amor, entendiendo que nadie sufre porque quiere.

Con cariño

Heloisa Aragão

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